ENRIQUE VIII
el rey, el hombre y sus males
Enrique VIII (1491-1547), rey de Inglaterra y Señor de Irlanda entre 1509 y 1547, queda enmarcado en la memoria colectiva por sus seis esposas a las que, por un motivo u otro, repudió o mandó al cadalso de forma inapelable. Tan solo dos le sobrevivieron; la 4ª, Anne, princesa de Clèves y la 6ª y última, Lady Catherine Parr, aunque a ésta le fue de un pelo acabar como la 2ª y la 5ª de no haber sido por la providencial muerte del rey.
Nacido en Greenwich Palace el 28 de junio de 1491 -a poca distancia de Londres-, es el tercer hijo de los reyes Enrique VII y Elizabeth de York. Precedido en la cuna por su hermano mayor Arturo, Príncipe de Gales, no opta por la sucesión al trono más que como segundón y parece ser que su educación académica está hecha para orientarle hacia una carrera eclesiástica. A los 3 años de edad, su padre le concede el título de Duque de York, de Conde-Mariscal de Inglaterra y de Lord Teniente de Irlanda. En el curso de su formación llegará a hablar con fluidez el latín, el francés y el castellano. De hecho, Enrique se convertirá en un príncipe intelectual que gustaba escribir, componer poesías y pequeñas obras musicales. Alternó esas aficiones con el deporte de su época: el tenis, la caza y las justas caballerescas que, por culpa de un accidente que iba a marcar el curso de la historia y de su salud física y mental, tuvo que dejar de lado a regañadientes. Gran aficionado a los juegos de azar, se convirtió en un consumado jugador de dados, de cartas y en un obseso de las apuestas.
En 1516, la reina Catalina da a luz a una hija sana: la princesa María; un hecho que renueva las esperanzas de un Enrique obsesionado con proporcionar a Inglaterra un sucesor que dé continuidad a la dinastía que él representa y que necesita imperativamente consolidarse. Ese mismo año, fallece su suegro Fernando II de Aragón, entonces regente en nombre de su hija Juana I "la Loca" de Castilla y León, y le sucede en el poder su nieto Carlos I, sobrino de la reina Catalina de Aragón. Tres años más tarde, en 1519, al morir el emperador Maximiliano de Austria, se abrió la veda para postular por el solio imperial; aunque oficialmente Enrique VIII respaldaba la candidatura del rey Francisco I de Francia, frente a la de su sobrino político Carlos I de España -nieto de Maximiliano-, no dudó en presentar secretamente la suya propia, aunque en vano. Aquello le convirtió en el mediador entre dos potencias rivales que se daban de codazos para gozar de sus favores, y le otorgó el manejo del equilibrio del poder europeo hasta que, en 1521, su influencia empezó a diluirse en la nada.
1518 es el año en el que la reina Catalina de Aragón queda por sexta o séptima y última vez preñada de Enrique VIII. De entre sus abortos y sus alumbramientos, tan solo sobreviviría hasta la edad adulta la princesa María, esa misma que la historia acabaría bautizando como "María la Sangrienta". Enrique se quedaba, por tanto, sin heredero varón que diera continuación a la Casa de Tudor y, consciente de que los ingleses no parecían muy proclives a aceptar una sucesión femenina, empezó a creer que era menester convertir en heredero a su hijo bastardo habido con Lady Elizabeth Blount en 1519: Lord Henry FitzRoy, 1er Conde de Nottingham. Por ello, no dudó en elevarle al más alto rango nobiliario, otorgándole nada menos que dos ducados: los de Richmond y de Somerset; y, no contento con ello, pretendió hacerle pasar por delante de su legítima heredera, María, en el orden sucesorio a la Corona. Las cosas se agravaron aún más cuando en 1526 quedó patente que Catalina de Aragón no podría tener más hijos... Puesto que la reina había dejado de ser útil a sus propósitos de perpetuación, Enrique VIII se sintió libre para cultivar otros jardines. De hecho, ahí empezó a encapricharse de Lady Anne Boleyn.
Aunque las culpas recayeron en la reina Catalina, y me refiero al problema de dar hijos sanos, las recientes investigaciones de historiadores y médicos forenses señalan al rey Enrique VIII como el principal causante de esa falta de descendencia o, mejor dicho, de esa mala calidad reproductora. Todo parece apuntar que padecía del Síndrome de McLeod, una enfermedad que hacía prácticamente inviable que tuviera hijos varones y más aún que fueran sanos y llegasen a la edad adulta.
El Síndrome de McLeod consiste en una alteración genética que bien puede llegar a afectar el riego sanguíneo, el cerebro, el sistema nervioso periférico, la musculatura y el corazón; todo ello estaría causado por una mutación en el gen XK del cromosoma X, con carácter hereditario recesivo. El citado gen XK sería el responsable de una proteína llamada "antígeno Kell" sobre la superficie de los hematíes que provoca distrofia muscular y una alteración en el grupo sanguíneo. Los síntomas, que son progresivos a medida que el paciente llega a los cincuenta, incluyen signos de neuropatía periférica, miocardiopatía y anemia hemolítica; se añaden otros signos visibles como tics faciales, convulsiones, demencia y graves alteraciones en el comportamiento. Queda por precisar que las hijas de un enfermo con síndrome de McLeod son portadoras de dicha dolencia, mientras que los hijos lo son en un 50%.
Con estos datos en la mano, podemos entender la evolución en el carácter del rey Enrique VIII y el por qué de su irascibilidad, de sus ataques de ira, de sus paranoias. A éstos se añade el famoso accidente padecido en el curso de una justa en 1536, que le provocó la reapertura de una anterior herida sufrida en el curso de una cacería y le incapacitó para continuar con el ejercicio físico del que tanto gustaba. Por culpa de la inacción y de los atroces dolores que sufría, Enrique VIII centró su atención en la comida hasta niveles alarmantes; la gordura se apoderó del monarca de tal forma que llegó a padecer obesidad mórbida (con una cintura de 137 cms.) y una diabetes de tipo II. Uniendo una más que probable gota a esa obesidad progresiva con la herida ulcerada y pestilente que no dejaba de supurar pus, Enrique VIII se vio pronto obligado a hacer uso de un bastón para poder caminar y, cuando ya no bastó el bastón, se tuvo que recurrir a inventos mecánicos para poder desplazar al monarca de un lado a otro, o incluso para sacarlo de palacio a través de alguna que otra ventana -ya que por algunas puertas no cabía- con ayuda de poleas y hombres forzudos, asi como para ensillarle en su montura.
Enrique VIII moriría a sus 55 años, el 28 de enero de 1547 en el Palacio de Whitehall, Londres. Sus últimas palabras fueron éstas: "Monjes! Monjes! Monjes!" .
En el momento de trasladar su cuerpo desde Whitehall hasta Windsor, su féretro se partió en dos debido al enorme peso del difunto.
Se le dio sepultura junto a aquella a la que consideró su auténtica esposa, Lady Jane Seymour, madre de su único hijo varón y sucesor Eduardo VI, en la Capilla de San Jorge del Castillo de Windsor.
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